Cuento de Navidad, la Navidad Somalí

TEMAS CON VISIÓN

El F-18 estadounidense volaba muy bajo. El estruendo fue ensordecedor. Había roto la barrera del sonido. El sonido pareció la implosión de una potente bomba. Los cristales vibraron con tal fuerza que se descompusieron en miles de fragmentos.

En México era de madrugada. En España ya era de mañana. En Mogadiscio, la capital de Somalia, quedaban muy pocas horas para el nuevo año. El sonido sordo de cómo aquel supersónico de guerra estadounidense atravesó la barrera del sonido, fue el preludio de un nuevo año, la primera campanada de una ristra de once campanadas más.

 Se oyeron muy nítidas dos ráfagas de armas semiautomáticas. Luego el silencio. El silencio ensordecedor; ese silencio que riega cerebros, que se escuchan como villancicos de occidente; sólo que estos hablan de tristeza y hambre, de mucha hambre y de muerte.

El día anterior llegábamos de un viaje de más de ocho horas. Ocho malditas horas para hacer escasos ciento cincuenta kilómetros, el recorrido que había de Bairoa a Mogadiscio, las dos ciudades más importantes de Somalia. Fue un viaje duro, pesado. Íbamos subidos en un destartalado jeep, un jeep de esos que sólo se ven en las películas. Cada kilómetro que recorríamos era un canto a la vida, una certeza absoluta de que estábamos vivos. Pero todo se vino abajo cuando entramos a las puertas de Mogadiscio.

Tres jóvenes, tres niños que jugaban a ser mayores detuvieron el coche. Nos hicieron bajar a punta de pistola. Las mirillas de los AK 47 nos miraban amenazantes en el compromiso de que, con tan sólo un guiño, un escarceo, era suficiente como para vaciarnos los cargadores. Eran ladrones. Querían robarnos. Nos pidieron los pasaportes, el dinero, la cámara. Lo querían todo. Eran jóvenes armados ante unos periodistas también armados, pero de verdad y de palabra. Nada más, nada menos.

Estaban arriba de cat, esa droga letal que juntaba días con noches para no dormir. Se trataba de un alucinógeno que les hacía ser valientes para asesinar sin remordimientos. Entonces Boro, un adolescente que siempre nos acompañaba, golpeó a uno de ellos en la cara. Escuchamos tiros en el aire. Lo hicieron para amedrentarnos. Después, después una ráfaga. Un segundo tan sólo de vida y de muerte en ese último día de 1993. El brazo de Boro había sido más rápido que la mirilla del Kalasnikov. Aquel puñetazo los ahuyentó. Salieron corriendo. Pudo haber sido efecto del cat. Pudo haber sido una ley divina. Tal vez la conjunción de ambas cosas.

Aquella noche recordamos nuestra entrada en Mogadiscio y cómo rompió la barrera del sonido el F 18 y también el momento en el que una muchedumbre nos rodeó porque éramos occidentales. Aquella noche volvimos a recordar aquel hospital insalubre infectado de moscas. Recordamos su olor, también ese olor putrefacto porque los muertos no cabían en la morgue y los dejaban en las calles.

Recordamos a los niños que no jugaban porque no tenían con qué., aquellos niños cuyo porvenir era tan incierto como el siguiente segundo.

Recordamos también el día que cubrimos aquella feroz batalla de los dos señores de la guerra Mohamed Farrah Aidid y Ali Mohamed por el control de una maldita calle.

Aquella noche cenamos con otros compañeros, había mexicanos y franceses y británicos y estadounidenses. Cada uno llevó su lata de conserva preferida. Era un día especial. Entonces alguien sacó una cinta que metió en el casete, una voz mágica, melodiosa, monocorde y algo marchita por el alcohol y el tabaco, empezó a cantar.

Era él, Frank Sinatra, el genio entre los genios, él y sus villancicos navideños. Y entonces recordé mi casa de Madrid en las navidades con mis padres. Y México y Cancún y Manzanillo y Monterrey. Y viajé a Nueva York, a la ciudad que nunca duerme. Vi el árbol de Navidad en el Rockefeller Center y todas las luces de la Gran Ciudad. Viajé a los mercadillos de Colmar en Francia y a Suiza y a Luxemburgo. Y especialmente a los de Alemania donde daban aquel vino caliente tan típico de ese país.

Y entonces abrí los ojos y me di cuenta de que estaba en Somalia, en aquellas navidades distintas, pero celebrándolas porque estábamos vivos.