Desde que tengo uso de razón, recuerdo que me decían que la meta más importante de la vida era ser feliz, que la tristeza era mi peor enemiga y que a la vida definitivamente, venimos a ser felices.
Recuerdo que había momentos en que la felicidad simplemente no aparecía y eso me preocupaba; en ocasiones fingía ser feliz sólo para cumplir con el papel, y cuando lo hacía, sentía que la gente a mi alrededor también estaba fingiendo. Toda esta actuación -así como muchos otros actos que tenemos que cumplir en la sociedad- me obligaba a luchar por mi felicidad, como si esta fuera un estado mental que algún día tendría que alcanzar.
Pero, ¿por qué buscar la felicidad?
Después de muchos años me di cuenta que existe una manera de combatir este pensamiento consumista y que es algo que podemos hacer en cualquier momento. La respuesta es detenernos y preguntarnos: ¿por qué estoy triste?
Lo que hace esta pregunta, es brindarnos un momento de introspección. Es una oportunidad para entender qué tan valiosa puede ser la tristeza una vez que la comenzamos a interpretar como gritos de nuestra misma esencia. El abrazar y darle valor al dolor, hace que al hacerlo de una manera consciente, comencemos a emprender el camino que debemos seguir.
Por otro lado si nos ponemos a pensar mejor podríamos decir que la felicidad no es algo que uno puede ser. Acaso ¿se puede ser una emoción? Definitivamente no.
Cuando comenzamos a ver a la felicidad por lo que es, podemos aceptar que esta no existe de manera constante, no es permanente y que se comporta de manera cíclica. También que la mayoría de las veces, la felicidad no es más que un simple estado de euforia, gozo o bienestar reconfortante y que lleva consigo un estado de nostalgia cuando carecemos de ella. Al salir de este estado emocional que provoca la felicidad, comenzamos a sentir un vacío que normalmente se da a causa del contraste anímico. Son esas veces que nos queremos quedar atrapados en el recuerdo de ese bello instante.
Cuando me pongo a recordar los momentos más felices de mi vida, me doy cuenta que curiosamente ninguno de ellos me causó la misma emoción en el momento preciso que sucedió. Llegué a la conclusión que es el sesgo en retrospectiva y los ojos de nostalgia con los que le damos significado y peso a esos momentos.
Aprendí que la felicidad no es un estado de ánimo, sino el producto de emociones que se dan en un momento de plenitud. Basta de que estemos persiguiendo a la felicidad, luchemos mejor en descubrir y trabajar en nuestra pasión, para así lograr más momentos que nos hagan sentir felices. Al momento de tener clara tu pasión, entonces podrás experimentar cualquier estado de ánimo y simplemente aceptar lo que te toca vivir. ¿Por qué no, en vez de educarnos para buscar nuestra felicidad, nos educan para buscar nuestra pasión? Ahí es donde los momentos de felicidad aumentan, y los de tristeza se aceptan. Y una vez pasada la niñez, ¿por qué no dedicarnos a aprender a hacer lo que nos apasiona de una manera más frecuente?
Aprendí que la felicidad no se busca, se vive. Razón por la cual yo ya no busco ser feliz, sino vivir haciendo lo que me apasiona